Borrador de '13 Viajes 13 Reencuentros 13 Vidas'

En aquel pueblo costero estaban los dos. Ambos había llegado al mismo lugar sin haberlo planeado, pues ninguno tenía pensado encontrarse otra vez. Era éste un lugar diáfano, con personas de todos lados, que parecían mirar sólo lo que tenían que hacer, pero estaban plenamente pendientes de qué pasaría el primer anochecer.

[…]

Todos llenos de cargas, llenos hasta los topes de cargas de colores, pesadas como la bodega entera de la nave. Habían llegado en tres partidas distintas, cada una formada por tres naves. Formaban un total de 700 personas, pero nadie se había preocupado por sus oficios, y sólo los primeros en llegar estaban, más o menos, responsabilizados por la ubicación de todos. Igualmente aquello era algo definitivamente nuevo. No todos los que llegaban tenían un oficio propiamente dicho. Algunos se habían escapado de sus respectivos compromisos, con la idea de empezar desde cero. Nadie se conocía, o eso parecía…


Todos estaban acostumbrados al anochecer de su mundo, ese mundo saturado que los obligaba a salir, correr, saltar, escapar, desde el anochecer hasta que sonase la alarma general. Era igual en todos lados, sólo variaba por la época del año, aunque la latitud también era importante. No era lo mismo el anochecer en cualquier zona del ecuador, que el anochecer un poco más al norte o al sur. Pero ya nadie vivía cerca de los polos, pues no había medios para soportar las extremas temperaturas de esos lugares.

[…]

Cuando estuve cerca de aquella playa la pude oler, a ella. Sabía que había estado ahí hacía poco, o que le faltaba poco por llegar. El hecho es que estaba cerca, muy cerca. Recordaba cómo sus manos tenían cartografiado el mapa de dónde nos habíamos visto, y dónde nos volveríamos a ver. Sus palmas siempre cambiaban. Yo sabía bien que a ella no le hacía falta verlo, además se le volvía una carga tener todo tan marcado y claro en la piel. Mi problema era distinto, pues yo olía a través de los poros, pero también se volvía una pesadez; siempre olía más de lo que quería, y si había muchas personas había olores que no identificaba bien de dónde provenían.
Sentado en la playa, fijé mi vista en las estrellas que había justo sobre el océano, pues todavía era de noche, y no había nadie, lógicamente. Aquella playa estaba muy apartada de la muchedumbre, y había mucho que caminar para conseguir algo de comer o de beber. No importaba; era lo esencial de vernos ahí, y así había pasado durante siglos.
Seguí sentado, observando el movimiento de las estrellas, sintiendo cómo yo me movía con ellas. Mientras veía una de ellas hundirse en el océano sentí sus manos sobre mis ojos, y la olí. Así había pasado desde hacía tres vidas, pues era tal la confianza de que el otro llegaría, que nos perdíamos en diluirnos con el entorno mientras esperábamos. La vida pasada fui yo el que la había sorprendido.
Dejó sus manos sobre mis ojos y se sentó a mi espalda. Desde que noté sus manos, la olí completamente, y sentía cómo ella me sentía con sus manos. Tenía la sensibilidad de la piel que se extendía, se extendía a través de lo que tocaba, sintiendo todo lo que eso que tocaba sentía, por dentro y por fuera. No sé cuánto tiempo pasamos así, porque no importaba. Sólo recuerdo empezar a sentir el latido de su corazón y el mío; a ratos acompasados, a veces jugando a contrapunto entre ellos. El aire de su respiración me envolvía el cuerpo, y hacía llegar su olor desde delante y desde arriba. La sentía, ¡oh, cómo la sentía! Cada vida que pasaba era más y más, más y más fácil, y más y más intenso. Desde que llegó esa noche recuerdo olerla por todo mi cuerpo, y cómo ese olor se mezclaba con el olor de otra cosa, un olor intenso que me percaté que era algo que ella traía. Cuando abrimos los ojos, justo estaba amaneciendo. Ella se sentó a mi lado, me vio a los ojos y yo tomé su mano derecha con mi mano izquierda. Nos giramos para ver al sol despertar, mientras nuestros corazones latían con el ritmo del mar.
Algo pasó, porque cuando el sol estaba a punto de surgir completo sobre el océano sentí un temblor, ella se levantó de golpe sin soltar mi mano, la vi a los ojos y salió corriendo. Me atraganté como nunca antes me había pasado, y no la pude seguir. Me quedé tosiendo a cuatro patas, y tanto era la tos que no podía abrir los ojos. Sabía que no estaba muy lejos, porque la seguía oliendo, y sentía que se había detenido.
Empecé a notar cómo el temblor que había sentido volvía a empezar, y ahora se volvía un rugido continuo, que venía desde abajo, haciendo vibrar la arena. Venía del océano. Fue ahí cuando respiré profundo, recordando que había algo más por lo que llegábamos a esa playa. Toda el agua de la playa comenzó a retroceder, mientras se elevaba una especie de ola gigantesca que rugía. La ola venía a por mí, y ella lo sabía, claro, lo llevaba en las manos, por eso se había ido. Ella y yo sabíamos que esta era mi batalla, y sólo se había quedado viendo desde un lugar apartado. Al darme cuenta de esto, dejé de toser, cerré lo ojos y me levanté. Inhalé todo el aire que había en la playa, y rugí más fuerte que él, este ser de agua gigante. Fue tal mi rugido que salió fuego por mi boca, desbaratando la estructura de este ser. Esto duró, fue largo mi rugido tanto como el suyo, porque al terminar, el sol se estaba comenzando a ocultar. Caí de rodillas, agotado, y las olas del mar sonaron con un particular canto salado.

No tenía muy claro qué día era, porqué estaba allí, o qué era exactamente lo que había pasado. Me dejé caer boca arriba queriendo ver el cielo, pero mis ojos veían todo emborronado, así que los cerré. Entonces sentí su olor acercarse corriendo, era su corazón lo que más olía. Llegó y se recostó sobre mí, con sus palmas sobre las mías. Sentí que lo que traía que también olía era un jaspe; eso era lo que la había ocultado de la ola gigante.

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